LECTURAS | Antes del huracán, de Kiko Amat: Ideas para escapar del manicomio

08/09/2018 - 12:03 am

Antes del huracán es una obra triste e hilarante que habla de ser distinto y estar jodido, en un pueblo de la periferia barcelonesa. Kiko Amat considera que otra diferencia con sus anteriores libros es que en éste “yo he desaparecido, lo que hago es utilizar la novela como canal para explicar una historia de la periferia de los años ochenta, al margen de mis gustos, inclinaciones artísticas, juicios, filias y fobias”.

Ciudad de México, 8 de septiembre (SinEmbargo).- Año 2017. Curro lleva veinte años internado en el hospital psiquiátrico Santa Dympna, en Sant Boi de Llobregat, por un grave brote de locura homicida. Pero Curro está harto de ser un enfermo mental, quiere escapar de ahí y necesita un plan. Para ello nada mejor que su fiel Plácido, mayordomo de plastrón almidonado y calva reluciente, citador patológico de Churchill y persona capaz. Mientras amo y sirviente, unidos por un juramento, traman su huida, el lector empieza a descubrir el pasado terrible que acabó con la cordura del protagonista.

Es 1982 y Curro, un niño frágil de doce años envuelto en tics y fobias, lucha por superar los traumas de su vida: la demencia de su abuelo, el misterioso afán atlético de su padre, la obesidad de su madre, los puñetazos con su hermano y el abuso de los matones locales. Curro y su mejor amigo Priu –desgarbado, precozmente hirsuto, un genio–, nerds originales, raros de nacimiento, sobreviven como pueden en el extrarradio urbano, tierra de gente normal. Hasta el día en que estalla el huracán y todas las mentiras, todos los secretos acumulados en la familia y en el pueblo destruyen su mundo para siempre.

Antes del huracán es una obra triste e hilarante que habla de ser distinto y estar jodido, en un pueblo de la periferia barcelonesa. En su quinta novela, Kiko Amat combina melancolía y humor para explorar los caminos que llevan de la rareza al delirio. Una inolvidable historia de locura, familia, clase obrera y amistad en el paisaje deshecho del extrarradio –cemento, espiguillas, descampados, torres eléctricas y calles sin asfaltar–, con los años ochenta, la guerra de las Malvinas y el Mundial 82 de fondo.

Esta es una entrevista de la agencia EFE

El escritor Kiko Amat nació y creció en el extrarradio. Aunque se alejara de su epicentro hace años, sigue volviendo a la periferia con sus artefactos literarios. Ahora, con Antes del huracán, regresa a su Sant Boi natal, con una historia nada pop, “dura y concisa”, en la que la rareza tiene su peso.

En una entrevista con Efe, reconoce que en otros títulos suyos había hecho “un canto romántico a la rareza, mientras que aquí se muestra como una magulladura no particularmente romántica”.

Publicada por Anagrama, en su quinta novela Amat lleva al lector hasta el ficticio hospital psiquiátrico Santa Dympna de Sant Boi de Llobregat (Barcelona), donde están Curro, que ingresó después de un grave brote de locura homicida y su fiel Plácido, un hombre que ejerce como su mayordomo, siempre de punta en blanco, muy aficionado a todo lo relacionado con la Segunda Guerra Mundial.

En este paseo por los pabellones del psiquiátrico, el narrador también pone el foco en la infancia de Curro, en el año 1982, junto a su mejor amigo Priu, otro “nerd”, con el trasfondo del Mundial de fútbol o la guerra de las Malvinas y una familia no muy estructurada, con una madre obesa y un padre amante de los abdominales.

Kiko Amat considera que otra diferencia con sus anteriores libros es que en éste “yo he desaparecido, lo que hago es utilizar la novela como canal para explicar una historia de la periferia de los años ochenta, al margen de mis gustos, inclinaciones artísticas, juicios, filias y fobias”.

Sin olvidar un particular sentido del humor, porque “es una herramienta fundamental para escribir sin solemnidad”, cree que el libro plantea preguntas que quedan por resolver sobre si “¿es el entorno el que nos cambia?, ¿se empeora con los años o ya lo llevamos todo de fábrica?, ¿en qué punto uno se convierte en otra persona?, ¿por qué hay gente que se rompe y otra que no?”.

Por otra parte, advierte que, aunque pueda identificarse con Curro, envuelto en sus tics y en una lucha atroz por superar los traumas de su vida, “yo no soy él”.

Para Amat, cuya madre trabajaba de enfermera en el nada ficticio hospital psiquiátrico de Sant Boi y donde de pequeño visitó “traumatizado” el lugar, “no es nada romántico estar loco”.

A la vez, destaca que en esta novela ha aumentado la luz “empática” con respecto a los personajes peores. “El padre de Curro, que es quizá el más malo, igual no te cae bien, pero entiendes lo que le pasa y eso para mí supone un triunfo literario, poder explicar las partes más negras y oscuras de los personajes”.

Asimismo, deja muy claro que la obra “no puede leerse en clave de costumbrismo benevolente, porque es una descripción dura y si se quiere política de lo que es el extrarradio”.

Preguntado si no se cansa de escribir sobre este lugar, con sus descampados, sus malos olores, sus cajas de cartón mojadas en la calle como una galleta María en un vaso de leche, indica que no y que piensa continuar haciéndolo.

“Yo no soy -prosigue- un escritor de ideas, soy un narrador de historias y para mí eso es lo más importante. En la periferia hay ocho millones de historias. No tengo ningún miedo en quedarme junto a esta fuente y seguir inventando nuevos personajes y que las historias transcurran allí”.

Además, indica, sin falsa modestia, que “tampoco hay muchos escritores que lo puedan hacer, pero yo escribo desde el conocimiento de esa clase media o media baja. Tengo una mirada interior, no aérea”.

Kiko Amat insiste en que es un mundo que quiere seguir reflejando y no obvia “que dejó cicatrices” en él, “y yo no cicatrizo nada”.

Irene Dalmases

Fragmento de la novela de Kiko Amat. Foto: Especial

Fragmento de la novela Antes del huracán, de Kiko Amat, con autorización de Anagrama

1

Plácido tiene las dos manos ocupadas. Hace unos segundos andaba hacia Curro, después de abrir la puerta del pabellón H y descender los cinco escalones. Una pierna y luego la otra, el cuello erecto. Balanceaba los brazos con normalidad; no se detuvo a bailar ni se puso a aullarle al cielo. El historial clínico psiquiátrico de Plácido incluye tendencias suicidas, heteroagresividad, frecuentes autolesiones, cuadro de alteraciones conductuales, agitación psicomotriz, importantes trastornos de conducta, cambios de personalidad y conductas de desinhibición. Ideación delirante, pero no clínica alucinatoria. Curro siempre se dice que, de todos los locos del manicomio, Plácido es quien menos lo parece. Si uno no le hubiera visto al borde de aquella azotea, hace dos años, calculando la caída con ojos apenados, podría llegar a pensar que está categóricamente sano. En plena posesión de sus facultades mentales y físicas.

Son las nueve de la mañana, pero no hay mucha luz. Un sol frío, desenfocado por las nubes, tiembla en el cielo sin fuerza. Es de un color rojo tibio, gastado, como una moneda de cinco céntimos. Unas nubes esponjosas se apretujan encima del río Llobregat, tras los pabellones del lado este. El mes es enero, el año el presente. La novela acaba de empezar.

Cuando Plácido abría la puerta del pabellón H, Curro acababa de simular que encendía un cigarrillo y luego simuló que aspiraba el humo y lo echaba y unos segundos más tarde simuló sacudir la ceniza con el dedo índice. En el manicomio fuman casi todos los locos, de manera compulsiva, pero no él. Solo es un gesto que le aporta sosiego. Se siente algo mejor, ahora, por la segunda dosis de clozapina del día que acababan de administrarle por vía oral, unos minutos antes, en la cocina, en uno de esos vasos-dedal diminutos que sirven para regular cantidades.

Plácido se coloca frente a él y le alcanza un trapo lanudo y abultado, a cuadros, doblado sobre sí mismo un par de veces. También un vaso largo que contiene un líquido amarillento y espumoso.

–Buenos días, señor. Debo informarle de que Soldevila ha desaparecido.

–Buenos días, Plácido. Sí, ya me he enterado.

–Entiendo, señor. Aquí tiene la bufanda.

–Gracias.

–He pensado que la necesitaría. Es una mañana fría, señor. Un día ideal para pillar un catarro insidioso.

Y aquí tiene también su complemento vitamínico. Curro lanza su cigarrillo fantasma al suelo y simula aplastarlo con una de las pantuflas. Plácido tiene razón. Es un día frío, frío de veras. La tierra del patio está dura y seca, a Curro las mejillas se le tensan, los dientes le castañean durante un breve escalofrío que le recorre todo el cuerpo, espina dorsal arriba y brazos abajo. No es una mañana para andar por ahí en bata. Curro se frota el mentón y permite que tres tics de ceja y párpado le aclaren la mente. Siente el impulso de chuparle la nariz a Plácido, como una orden directa que llegara de su sistema nervioso, pero aprieta mucho los puños, sacude la cabeza con energía y consigue que pase.

–Espléndido, Plácido.

–Agarra la bufanda y se la anuda al cuello. Luego toma el vaso–. Ah: batido de huevo con gaseosa. El reconstituyente fortificado de la clase obrera. En mi casa se bebía mucho. Mi madre estaba particularmente obsesionada con eso. Y con muchas otras cosas, no hace falta decirlo.

–Si no me equivoco, señor, hoy va a necesitarlo más que nunca. Se dice en el pabellón que el desayuno de esta mañana distaba de ser satisfactorio.

–Tus fuentes te hacen justicia, Plácido: el desayuno parecía regurgitado por un mochuelo con espantosos hábitos alimenticios. –Curro se palmea la tripa–. Dios del cielo, los de la cocina van a matarnos a todos un día de estos. ¿Dónde estudió esa gente, Plácido, en la Academia de Cocina Lucrecia Borgia para el Envenenamiento Masivo?

–Señor –responde el sirviente, sin sonreír.

Curro siente una pequeña punzada de irritación, pues en los dos años que lleva a su servicio, Plácido no ha hecho amago de apreciar sus chistes ni una sola vez. Curro solo le ha visto accionar los músculos de su boca para hablar y comer. No: ni siquiera comer. Jamás le ha visto ingerir alimentos. Quizás se alimenta por vía fotosintética, como las plantas.

–En fin. Gracias de nuevo por la bufanda.

–Y le da un par de palmaditas al trapo, que Curro siente como un fino paño de cachemira pero es solo un trozo de cortina vieja con lamparones. Se bebe el contenido del vaso y mira a su mayordomo.

Plácido es el único paciente pulcro del hospital. Traje negro milrayas, plastrón negro bien anudado con nudo tradicional, camisa blanca impoluta, un chaleco de un amarillo vistoso, dorado, con franjas verticales negras. Zapatos ingleses de color marengo, abrochados con doble nudo. Los lazos, tan perfectos y equidistantes, hacen que cada pie parezca un regalo.

Están, él y Curro, ante las escaleras de entrada del pabellón H. Unas escaleras muy anchas, con solo cuatro peldaños de piedra granítica blanca, salpimentada con manchitas negras, que le recuerdan a la entrada del terrario del Zoo de Barcelona. De niño iba allí a ver reptiles con sus padres, en los años que preceden a 1982. Antes del huracán, cuando el mundo estaba aún encajado en su eje.

Desde allí Curro alcanza a ver, al otro lado del patio de los 16 setos, por entre los pabellones K y A, los plátanos de sombra enfermos que flanquean la carretera que va a la Colonia Güell. Y detrás de ellos los cañaverales, a la orilla del río, que se le antojan similares a lanzas y estandartes, como en el cuadro antiguo aquel cuyo nombre nunca consigue recordar. La rendición. La rendición de algo; eso es todo lo que le viene a la cabeza.

Le llega ahora, regular, el ruido sordo de los coches que se encaminan a sus fábricas y talleres y oficinas ya iluminadas, con los cuadros de luz conectados, y es un sonido orgánico y vivo, como de cuerpo pulsante, en la carretera. Un claxon, una imprecación, alguien pisa el gas a fondo cuando el semáforo se pone verde. Huele a eucaliptos, algarrobos, fábricas de cemento, hierbajos quemados en los campos de alcachofas y olivares cercanos. Hormigón a medio fraguar. No se distingue un solo pájaro en el aire, o en los árboles. Nada de viento. Todo helado.

–No hay de qué, señor. Si me permite… –Revistiendo el dedo corazón con un pequeño pañuelo que saca de su manga izquierda, Plácido le limpia a Curro el bigote de espuma–. Listo. Lamento no haber podido vestirle todavía. Cuando he llegado a la habitación con la ropa limpia, usted ya no estaba.

–No –responde el otro, con una mueca de fastidio–. Me ha venido a buscar sor Lourdes a las siete de la mañana para una entrevista de carácter urgente con el doctor Skorzeny. Ese condenado medicucho.

–Lamento oír eso, señor.

–Sin clozapina aún, ¿puedes creerlo? Era incluso antes de la primera toma, maldita sea. He tenido que soportar el interrogatorio en frío. “A pelo”, como suele decirse. ¿Te parece eso ético, o hipocrático? Camino del despacho no paraba de preguntarme si había cometido alguna infracción reciente que justificase esas urgencias. –Curro se estruja el lóbulo de una oreja, como si tratase de ordeñarla–. Ya sabes cómo funciona el sentimiento de culpa; uno tiende a echárselo todo sobre la propia espalda. Pero no se me ocurría nada. Más allá, claro, de la fuga que había planeado junto a Soldevila. Por supuesto, Skorzeny ha hecho hincapié en ello, aunque sin mencionarme a mí de forma directa.

Curro se interrumpe y reflexiona un instante. Aunque sigue sin estar del todo cuerdo, sabe al menos que los médicos no pueden haber accedido a su pensamiento, a sus planes de escape. En cuanto a Soldevila, era mudo, cosa que no le convertía en el perfecto delator, precisamente. Todo ello le tranquiliza un poco.

–Skorzeny me ha preguntado una y otra vez si yo conocía el paradero de mi “amigo” –continúa diciendo–. Yo le he dicho que “amigo” era un epíteto algo exagerado. Que “conocido” sería una descripción más adecuada de nuestra relación. Conciudadano. Una cierta cooperación ocasional cimentada en el respeto y la concordia, sin duda, aunque sin llegar a la… ¿Cómo llamarla? Confraternización. En todo caso, he subrayado que lamentábamos su desaparición. Que echaríamos de menos su sonrisa. Porque el recuerdo del valle donde vivió no lo borrará el polvo… El polvo del camino…

–Entiendo, señor –dice Plácido, algo perplejo por las últimas frases de su amo, aunque sin dejar que ese sentimiento aflore a sus facciones.

–Lo que no le he dicho a Skorzeny, porque soy astuto como un zorro, tú lo sabes bien, es que me encantaría conocer el paradero de Soldevila, para ir hasta allí y rebanarle el pescuezo. Roma no paga a traidores, Plácido.

–Desde luego que no, señor. Roma no lo hace. No son buenas noticias.

–No ahorres palabras, no es momento para eufemismos: son apestosas. Y todas de golpe. ¿Cómo es aquel refrán del caldo y la boca?

–”Del plato a la boca se enfría la sopa”, señor. Significa que en un instante pueden quedar destruidas las más fundadas esperanzas de conseguir nuestros objetivos y metas.

–Muy adecuado, Plácido. Mis objetivos y metas, destruidos. Dios hace de vientre sobre mi cabeza una vez más, y perdona mi impudicia. Todas nuestras esperanzas de fuga al traste, por culpa de un esquizofrénico impulsivo y afásico que es incapaz, por lo visto, de comprender la más simple de las órdenes. Y la cosa no ha quedado ahí. Oh, no. Skorzeny me ha recitado el viejo sonsonete: lo que me sucedió de niño, la razón por la que estoy aquí dentro, el historial psiquiátrico familiar y, como gran final, una mención oblicua al… ataque.

–Una impertinencia imperdonable, señor.

–Y que lo digas. Para colmo…

–Curro se interrumpe, duda si decirlo o no. Empieza a hurgar con una uña debajo de otra uña. Rehúye los ojos de su sirviente.

–¿Señor?

–He sufrido otro episodio delirante. Al final del interrogatorio.

Plácido abre los párpados un milímetro más, de un modo casi imperceptible. Tensa el cuello. Se quita, pellizcándolo con dos dedos, un pelo invisible de la manga izquierda de su chaqueta. Carraspea.

–Perdone que le pregunte esto, señor, pero ¿deduzco por sus palabras que se refiere al espectro de su difunta madre?

Curro se apoya en la pared exterior del pabellón, como si las piernas no le sostuvieran. Por fuera, el edificio es igual que todos los demás: rectangular, de color beis claro, con baldosas verde esmeralda grabadas con motivos mediterráneos –rosas de los vientos, pequeñas chalupas a vela, sardinas de perfil, soles radiantes– que rodean el pabellón por la base. Los ventanales del centro médico están revestidos, por dentro, de persianas verticales amarillentas, confeccionadas con sirga o algún otro material basto, así que no se distingue el interior. Solo sombras fugaces, trozos de cara, destellos de fluorescente.

–Sí –responde al final con voz patética, y luego le domina un estremecimiento facial, con triple tic de cuello y codazo al éter. Plácido aparta la cara para no verlo–. En efecto. La aparición de hoy ha sido previsiblemente desagradable. Emergía de un seto, desplazándose con cierta dificultad. Pero al menos esta vez se movía, Plácido, lo que no es una tarea tan fácil, ya lo sabes, especialmente si uno lleva muerto desde 1982. Hoy volvía a llevar el viejo traje de novia, con las… Con las cucarachas que lo recorrían de un lado a otro.

–¿Otra vez las cucarachas, señor?

–Sí, Plácido –dice, separándose de la pared para dar más énfasis a sus palabras y luego cogiéndose la cabeza con ambas manos, y luego soltándola y volviendo a mirar a su mayordomo, las manos abiertas a ambos lados de su cuerpo, como si sostuviera un bandoneón invisible–. Esos insectos de baja estofa. Uno de ellos aplastado, igual que en… No importa. Ha sido asqueroso, y para colmo he perdido el conocimiento de un modo poco viril, en pleno despacho de Skorzeny.

–Puedo imaginarlo, señor. Y no hay para menos, si me permite que se lo diga. Su virilidad dista de hallarse en entredicho. Los hombres fuertes también lloran. Piense en Sir Winston Churchill, señor. Lloraba a menudo, y dudo que nadie le tuviese por blando.

–Churchill. Muy bien, Plácido. Tomo nota.

–”Nunca nos rendiremos”, señor. Palabras que pueden darle confort en estas horas de oscuridad, tal vez.

–Gracias, Plácido.

–”Lucharemos en las playas”, señor.

–Su voz adquiere un poso de emoción trémula–. “Nunca en el ámbito del conflicto humano tantos debieron tanto a…”

–Vale, Plácido. Lo he pillado.

–Entendido, señor. Si me permite decirle esto, en el pabellón todo el mundo está hablando de lo del señor Soldevila. ¿Dejó alguna pista que pueda iluminarnos sobre su paradero?

–No. Bueno, espera. –Levanta un dedo y abre más los ojos–. Olvidaba esto. –Introduce dos dedos en pinza en el bolsillo derecho de su bata, y saca un pequeño papel doblado sobre sí mismo, y tensa el brazo y con un ademán melancólico pone la nota al alcance del sirviente–. Sobre su cama había una nota. Está dirigida a mí. No iba en un sobre cerrado, así que la leyeron. Por si contenía algún tipo de información sobre su fuga. Pero claro… En fin, será mejor que la leas tú mismo.

Kiko Amat, ahora sin barba. Foto: efe

Kiko Amat (1971) nació en Sant Boi de Llobregat, en la periferia barcelonesa. Su padre era rugbista, y su madre, auxiliar del manicomio local. Abandonó los estudios a los diecisiete años para ser mod, cleptómano, disquero, cajero en McDonald’s, operario de cadena de montaje en Seat Martorell, vigilante de camping, cartero comercial y camarero de un gran hotel. Ha publicado las novelas El día que me vaya no se lo diré a nadie (2003), Cosas que hacen BUM (2007), Rompepistas (2009) y Eres el mejor, Cienfuegos (2012).

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